XVII

El mundo no es diferente a una piedra preciosa, no hay nada que no sea precioso, único, centelleo donde lo invisible y lo visible intercambian sus papeles, cambian a cada instante según la posición y la dirección de la mirada del observador atento. En el examen de gemas, en las aguamarinas, aparecen líneas fantasma, líneas que son visibles un momento y desaparecen al momento siguiente, como si nunca hubieran existido, juego de la presencia y la ausencia. En el zircón, debido al calor, las grietas de tensión irradian desde el cristal y emiten radiaciones, volcán en miniatura. Lo invisible no es otra cosa que lo visible, es la PLENITUD de la cosa misma, inabarcable, dosificada en el tiempo, la RELACIÓN completa, el punto de reposo y dispersión de todo lo visible, el punto de entrecruzamiento, despojamiento, la línea de fractura que sostiene, recorre y divide el mundo al infinito. La cosa desnuda se aquieta, se vivifica, en un afuera fantasma que intuye sin poder ser, sin poder nunca acabar de ser, siempre diferente a si misma y diferente de una diferencia esquiva. Persigue el sueño de su propia existencia, la pesadilla recurrente, hasta el final, hasta no poder más, imagen ígnea que lleva a los límites de los real.

XVI

Está comiendo frente a la mesa. Mastica la comida de forma casi automática, con rapidez. Nada reclama su atención; el tiempo transcurre con monotonía. Hasta que observa una sombra móvil, oscilando con un ligero vaivén, casi rítmico, en el seno de una luz que destella, relampaguea en un armario blanco. No la había visto nunca. Quizá es la sombra de una rama agitada por el viento, una hoja, la ropa tendida al sol. Cuando, por mera curiosidad, se gira e intenta interceptarla con la mano, la sombra desaparece como un fantasma. Un instante después, se olvida de ella; vuelve a adoptar la misma postura y sigue comiendo. Como por arte de magia, la sombra vuelve a aparecer, con los mismos movimientos en parte gráciles y en parte pesados. Ahora lo tiene claro. La sombra no es otra cosa, no viene del exterior, es él mismo; está viendo la imagen en negativo de sus mandíbulas al masticar. Está viendo SU imagen, asiste a la contemplación de aquello que no puede ver, la apariencia propia, gracias a la acción de la luz que penetra en el interior. Ha sido necesario un elemento exterior, la intervención del afuera, para romper la sucesión monótona del tiempo, quebrar el espacio, y poder VER ALGO, poder verse por primera vez. Así pues, existe, y el mundo existe, y existe porque el mundo existe. Vuelta al origen, reconstruye la escena original hilvanada por el azar. Ha sido así. La luz entra por el quicio de la puerta, a la altura de una de las bisagras; se proyecta en diagonal en la habitación e incide en el armario blanca. Su cara está justo colocada en el punto, en el ángulo exacto, para que, a modo de cuerpo oscuro, su interposición proyecte la sombra de los movimientos de la boca al comer. La luz revela el cuerpo, pone de manifiesto la existencia. Es una revelación. El mundo toma una fotografía de un momento banal de su existencia, banalidad que está superpuesta a una interferencia única y singular, a una contingencia imposible de prever. Es el testimonio privilegiado de un mundo que tiene sus propios planes, sus propias urgencias, que no nos necesita para nada, excepto quizá para revelarse a sí mismo. Somos los invitados temporales, los testigos de excepción, los observadores de un mundo sin límites, que perseguimos nuestra propia sombra. Sin éxito la mayoría de las veces. La regla general, de la generalidad impuesta, es no ver nunca dónde estamos, la situación real en la que uno se encuentra, obviar lo inabarcable. El mundo, ser mundano, es una experiencia rara.